Escuchar la voz de Abelardo me emociona y estremece. Vienen a mi memoria distintos momentos en los que en mi adolescencia y juventud escuchaba hablar a Abe. Recuerdo su gran fortaleza, hablando desde el corazón, con una gran convicción, porque sus palabras —llenas de fuerza y energía— transmitían su propia vida, la de un laico comprometido entregado a los jóvenes.
La fuerza de sus palabras, el humor a través de sus chistes y sus canciones características, nos han estimulado y estimulan hoy también a vivir la vida con coherencia, como laicos en el mundo, con la certeza de sabernos amados por Dios y nuestra Madre.
Su gran ardor nos impulsa y lanza a la acción para que todos los hombres se acerquen a Dios a través de la oración. Nos anima a bucear en Dios y así encontrar la paz que estamos buscando. Nos invita a ponernos delante del sagrario para meternos en Dios, transformarnos en él, como hizo María, y llevar este gran amor a todos los hombres.
Unido a estos recuerdos, se han grabado en mi memoria y en mi corazón la imagen de sus últimos años, en su silla de ruedas, con la mirada perdida, con las «manos vacías». Haciendo vida su propio legado: «subir bajando, presentarnos ante Dios con las manos vacías». Porque todo es obra de él, nosotros solo somos instrumentos.
Gracias Abe por tu vida, tu invitación a estar siempre a la escucha de la voluntad de Dios en la oración y en la entrega a los demás. Gracias por dejarnos este legado que nos impulsa a vivir plenamente aquí, de la mano de nuestra Madre (fíat-estar) y confiados en que un día nos encontraremos en el cielo.