No se trata de ponderar el buen gusto de nuestro venerado y querido Abelardo. Todo lo que él alababa, en este caso el poema de Valverde Salmo de la tierra y el hombre, era porque reflejaban su alma, aspectos centrales de su rica personalidad. Su amor a la naturaleza, su devoción a la montaña, su espíritu de superar las dificultades en las sendas de las cumbres.
Abelardo sabía que la belleza del universo se había añadido a la creación para que el ser humano aprendiera que no solo de pan vive el hombre, que la belleza inútil y en nada nutritiva para el cuerpo, le advierte de destinos superiores. Maravillosa la belleza de la creación, consuelo para el corazón humano, pero, como Abe conocía «al dedillo», son mensajeros que no saben decirme lo que quiero, según su maestro, san Juan de la Cruz, le enseñaba. Pero también sabía que era necesario ponderar que a un creyente nadie puede superarle en el amor a todas las cosas creadas, porque el ser humano es el centro y el rey de la creación. Y este es el lugar que ocupa el admirable poema de Valverde.
Nuestro entrañable joven poeta no lo duda. El hombre es el centro y la razón de toda la creación. Toda la creación está esperando al hombre. Sin nuestra presencia se quedaría la creación en algo inútil y sin sentido. Dios es el mejor maestro: la belleza es la escuela que nos eleva hacia el cielo.
Santiago Arellano
SALMO DE LA TIERRA Y EL HOMBRE – José María Valverde
Donde muera la nieve sin la huella del hombre,
donde el viento no sepa lo que es un cuerpo en pie,
donde llueva la luna sin ojos que la beban,
donde canten los pájaros sin que los oiga nadie.
Donde el suelo esté virgen de la pisada humana
y el aire aún no se sepa hecho para la voz,
¿presentirán las cosas que existimos nosotros
por un íntimo hueco de angustia y de orfandad?
Solamente en nosotros pueden justificarse,
solamente en nosotros pueden saber qué son;
un hombre que cruzase de paso, por en medio,
se lo diría todo, las dejaría en paz.
En nosotros descansa la impotencia del mundo;
llenamos de sentido lo prisionero en sí,
liberamos la muda cerrazón de las piedras,
que, a través de nosotros, pueden tender a Dios.
Sin nosotros, el mundo está disperso y vano.
Sus torpes voces locas nos buscan al azar.
Los ocasos se queman en inútil derroche
ante un campo sin nadie que sustituya al sol.
Latigazos del viento, voz obsesa del agua,
exclamación del trueno por los vientos galopan
sin sentido, dementes buscando unos oídos,
balando como ovejas en busca del pastor.
¿Para qué los sonidos si el hombre no los oye?
surcan constantemente los llanos solitarios,
sin palabras ni cantos, verdes escalofríos
de soledad, de angustia y de inutilidad.
¡Oh círculo cerrado del mundo sin nosotros!
Solo el hombre lo rompe, disparado hacia arriba,
y arrastra en su entusiasmo la tierra revelada
con el bendito engaño de que puede también.
¡Oh, sí, sí, el mundo es nuestro! ¡Dios nos lo ha dado todo!
Guardad dentro del alma esta áurea moneda
del mundo; Dios estuvo afanado, absorbido
seis días de los suyos en darnos pedestal.
En estaturas de hombre medía las montañas.
según nuestras espaldas dio a la tierra sus formas.
Según nosotros hizo el lomo del caballo,
la carne de la fruta, la distancia del sol.
Aún el mundo pretende a veces ignorarnos.
Los bosques formidables se embozan en misterio;
los montes nos aplastan los ojos, pero no:
Todo, todo nos sueña, nos espera, nos busca.
La tierra es carne nuestra. Se ha amoldado a los pies.
Nuestra huella está en todo. Hay cenizas de voces.
en el rumor del agua, y el viento ya ha aprendido
a hablar con nosotros, a querer decir algo.
Los árboles probaron nuestra sangre en su savia.
Nuestra carne ha encendido la sequedad del suelo.
¡Ay, mundo, como un perro, sin nosotros no vives,
pues te hemos enseñado a soñar y a querer!